La Cruzada Infantil

Por: Santiago

[En el tercer y último tomo de su “Historia de las cruzadas”, el medievalista Steven Runciman narra los sucesos de la Cruzada Infantil]:

La Cruzada de los Niños, de Gustave Doré, s.f.

Cierto día de mayo de 1212 se presentó en San Denís, donde el rey Felipe de Francia había instalado su corte, un pastor de unos doce años de edad, llamado Esteban, oriundo de la pequeña ciudad de Cloyes, en el Orleanesado. Traía consigo una carta para el rey, la cual, según dijo, le había sido entregada por Cristo en persona, que se le había aparecido cuando cuidaba sus ovejas y que le había rogado que partiese y predicase la Cruzada. El rey Felipe no se impresionó con el muchacho y le dijo que se volviera a su casa. Pero Esteban, cuyo entusiasmo había sido encandilado por el misterioso visitante, se vio a sí mismo, ahora, como un jefe inspirado que triunfaría en lo que sus mayores habían fracasado. Durante los últimos quince años habían recorrido el campo predicadores apremiando a una Cruzada contra los musulmanes de Oriente o de España o contra los herejes del Languedoc. Era fácil para un muchacho histérico contagiarse de la idea de que él también podía ser un predicador y emular a Pedro el Ermitaño, cuyas proezas habían adquirido durante el siglo anterior una magnitud legendaria. Impávido ante la indiferencia del rey, empezó a predicar en la misma entrada de la abadía de San Denís y anunció que mandaría un grupo de niños para socorrer a la Cristiandad. Los mares se secarían ante ellos y llegarían, como Moisés por el mar Rojo, sin novedad a Tierra Santa. Estaba dotado de una elocuencia extraordinaria. La gente mayor estaba impresionada y los niños acudían en tropel a su llamamiento. Después de su primer éxito, salió a recorrer Francia para convocar a los niños, y muchos de sus adeptos se alejaron aún más para laborar en nombre suyo. Tenían que encontrarse todos en Vendôme, dentro del plazo de un mes, aproximadamente, para partir de allí a Oriente.

Hacia fines de junio los niños se concentraron en masa en Vendôme. Los contemporáneos, aterrados, hablaban de treinta mil, ninguno mayor de doce años. Había, es seguro, varios millares, venidos de todas partes del país, cuyos padres en muchos casos les habían dejado marchar de buen grado para la misión. Pero también había muchachos de noble cuna que se habían escapado de casa para unirse a Esteban y a su séquito de «profetas menores», como los llamaban los cronistas. Había también muchachas, algunos sacerdotes jóvenes y peregrinos mayores; unos, arrastrados por la piedad; otros, tal vez, por compasión, y muchos, seguro, para compartir los obsequios que llovían sobre todos ellos. Los grupos llegaron en masa a la ciudad, cada uno con su jefe portando su oriflama, que Esteban había elegido como divisa de la Cruzada. La ciudad no podía albergarlos a todos y acamparon en las afueras.

La partida: Episodio de la Cruzada Infantil del Siglo XIII, de Joanna Mary Boyce, entre 1857 Y 1861.

Cuando se hubo dado la bendición por los sacerdotes amigos, y cuando los últimos padres, entristecidos, fueron empujados a un lado, la expedición partió hacía el Sur, Casi todos los muchachos iban a pie. Pero Esteban, como correspondía a un jefe, insistió en tener para él un carro alegremente adornado, con un baldaquino que le protegiera contra el sol. A su lado cabalgaban muchachos de origen noble, cada uno lo bastante rico como para poseer un caballo. A nadie molestaba que el inspirado profeta viajase con comodidad. Al contrario, se le trataba como a un santo, y los mechones de su pelo y trozos de sus ropas se reunían como reliquias valiosas. Siguieron el camino que pasa por Tours y por Lyon hacia Marsella. Fue un viaje terrible. El verano se presentó inusitadamente caluroso. Para la comida dependían de la caridad; la sequía había agostado los campos y el agua era escasa. Muchos niños murieron al borde del camino. Otros se separaron e intentaban regresar a sus casas. Pero, al fin, la pequeña Cruzada llegó a Marsella. 

Los ciudadanos de Marsella recibieron a los niños con afecto. Muchos encontraron casas donde poder alojarse. Otros durmieron en las calles. A la mañana siguiente toda la expedición se abalanzó hacia el puerto para contemplar cómo iban a abrirse las aguas del mar. Cuando el milagro no se produjo, hubo una amarga desilusión. Algunos de los niños se volvieron contra 
Esteban, acusándole de haberles engañado, y empezaron el retorno. Pero muchos de ellos se quedaron a la orilla del mar, esperando cada mañana que Dios se aplacase. Después de algunos días, dos mercaderes de Marsella, llamados, según la tradición, Hugo el Hierro y Guillermo el Cerdo, ofrecieron poner a su disposición algunos barcos y transportarlos, gratuitamente y para gloria de Dios, a Palestina. Esteban aceptó con avidez el amable ofrecimiento. Los mercaderes alquilaron siete barcos y los niños subieron a bordo y se hicieron a la mar. Pasaron diez y ocho años antes de que se tuviera alguna noticia de ellos. 

Entretanto, habían llegado versiones de la predicación de Esteban a la Renania. Los niños alemanes no se dejarían eclipsar. Pocas semanas después de haber salido Esteban a su misión, un muchacho llamado Nicolás, de una aldea renana, empezó a predicar el mismo mensaje ante la capilla de los Reyes Magos, en Colonia. Igual que Esteban, afirmaba que los niños podían hacerlo mejor que los mayores y que el mar se abriría para que tuviesen un sendero. Pero, mientras los niños franceses iban a conquistar Tierra Santa por la fuerza, los alemanes pensaban conseguir su propósito mediante la conversión del infiel. Nicolás, igual que Pedro, tenía una natural facilidad de palabra y pudo encontrar discípulos elocuentes para llevar adelante la predicación por todas partes de la Renania. Al cabo de pocas semanas se había reunido un ejército de niños en Colonia, dispuesto a partir para Italia y el mar. Parece que los alemanes eran, por término medio, ligeramente mayores que los franceses, y que había más muchachas entre ellos. También había un contingente más numeroso de muchachos de la nobleza, y cierto número de despreciables vagabundos y prostitutas.

La expedición se dividió en dos partes. La primera, que sumaba, según los cronistas, veinte mil personas, fue conducida por Nicolás. Siguió el Rhin arriba hasta Basilea y por la Suiza occidental, y pasando por Ginebra, cruzó los Alpes en el desfiladero del monte Cenis. Fue un viaje arduo para los niños, y sus pérdidas fueron crecidas. Menos de un tercio de la gente que salió de Colonia apareció ante las murallas de Génova. Las autoridades genovesas estaban dispuestas en principio a recibir bien a los peregrinos, pero después sospecharon de una conspiración alemana. Les permitirían permanecer sólo una noche, pero cualquiera que deseara establecerse permanentemente en Génova fue invitado a hacerlo. Los niños, esperando que el mar se separase ante ellos la mañana siguiente, estaban contentos. Pero a la mañana siguiente el mar se mostró tan impávido ante sus oraciones como lo había estado ante las plegarías de los franceses en Marsella. Con la desilusión, muchos niños aceptaron en seguida el ofrecimiento genovés y se hicieron ciudadanos de Génova, olvidando su peregrinación. Varias grandes familias de Génova alegaron después ser descendientes de aquella extraña inmigración. Pero Nicolás y la mayoría prosiguieron el viaje. El mar se abriría ante ellos en otra parte. Pocos días después llegaron a Pisa. Allí, dos barcos fletados para Palestina aceptaron transportar a varios niños, que embarcaron y que tal vez llegaron a Palestina, pero nada se sabe de su suerte. Nicolás, sin embargo, aún esperaba el milagro y caminó fatigosamente, con sus seguidores, hasta Roma. Allí les recibió el papa Inocencio. Estaba emocionado por su piedad, pero turbado por su locura. Con afectuosa energía les dijo que tenían que regresar en seguida a sus casas. Cuando fueran mayores podrían cumplir sus votos y salir a luchar por la Cruz.

Poco se sabe del viaje de retorno. Muchos de los niños, especialmente las muchachas, no podían afrontar nuevamente el calor de los caminos y se quedaron en alguna ciudad o aldea italiana. Sólo unos pocos rezagados consiguieron llegar, en la primavera siguiente, a la Renania. Probablemente no estaba entre ellos Nicolás, Pero los padres airados, cuyos hijos habían muerto, insistieron en que fuese detenido el padre de Nicolás, que, al parecer, había alentado al muchacho por vanagloria. Fue detenido y ahorcado.

Un segundo grupo de peregrinos alemanes no corrió mejor suerte. Pasó a Italia por la Suiza central, cruzando el San Gotardo, y después de inmensas calamidades llegó al mar en Ancona. Cuando el mar no se abrió para darles paso, los peregrinos siguieron lentamente por la costa oriental hasta Brindisi. Allí unos pocos encontraron barcos que zarpaban para Palestina y obtuvieron pasajes; pero los otros regresaron e iniciaron el fatigoso camino de retorno. Sólo un número muy escaso consiguió al fin llegar a sus casas. 

La cruzada de los niños 1212, de Johann Jakob Kirchhoff, 1843.

A pesar de sus calamidades, tal vez habían sido más felices que los franceses. En el año 1230 llegó a Francia un sacerdote, procedente de Oriente, refiriendo un curioso relato. Dijo que era uno de los sacerdotes jóvenes que habían acompañado a Esteban a Marsella, donde se embarcó con los muchachos en los barcos proporcionados por los mercaderes. A los pocos días de navegación les sorprendió una tempestad, y dos de los barcos fueron lanzados contra la isla de San Pietro, en aguas del cabo sudoeste de Cerdeña, y todos los pasajeros se ahogaron. Los cinco barcos que sobrevivieron a la tempestad fueron cercados poco después por una escuadra sarracena de África, y los pasajeros supieron que habían sido llevados allí por un acuerdo, para ser vendidos como esclavos. Otros, el joven sacerdote entre ellos, fueron embarcados para Egipto, donde los esclavos francos se cotizaban a mejor precio. Cuando llegaron a Alejandría, la mayor parte de la remesa fue comprada por el gobernador para trabajar en sus fincas. Según el sacerdote, había aún unos setecientos de ellos con vida. Un grupo exiguo fue llevado a los mercados de esclavos de Bagdad, y allí dieciocho de ellos fueron martirizados por negarse a aceptar el Islam. Más suerte tuvieron los jóvenes sacerdotes y los otros pocos que sabían de letras. El gobernador de Egipto, al-Kamil, hijo de al-Adil, estaba interesado en lenguas y literaturas occidentales. Los compró y se los reservó como intérpretes, profesores y secretarios, y no hizo ningún intento de convertirles a su fe. Vivieron en El Cairo en cómoda cautividad, y finalmente este sacerdote fue libertado y autorizado a regresar a Francia. Refirió a los padres de sus compañeros, que le preguntaban, todo cuanto sabía, y luego desapareció en la oscuridad. Una versión posterior identificaba a los dos perversos mercaderes de Marsella con dos mercaderes que fueron ahorcados algunos años después por intentar raptar al emperador Federico, por encargo de los sarracenos, con lo que obtuvieron, al fin, el castigo que merecían sus crímenes.

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